sábado, 23 de febrero de 2013

Los siete pecados capitales del historiador

 SIETE PECADOS CAPITALES DEL HISTORIADOR

Luis Eduardo Cortés Riera

luiscortesriera@hotmail.com

RESUMEN

Varias situaciones y experiencias en mi ya larga trayectoria como docente e
investigador de la historia se muestran en el presente trabajo. Así como la lectura de
autores clásicos de la historiografía de todos los tiempos y lugares, los cuales me han
animado a escribir estas reflexiones que bajo el insidioso título que le di, ojalá motiven a
los jóvenes cultivadores de esta ciencia social tan nueva y que aún se haya en el tránsito
hacia su edificación, a esclarecer algunos conceptos y categorías, a plantear nuevas
problemáticas y a deslastrarse de las viejas y falaces, pero muy influyentes ideas en torno a
la historia que han hecho carrera desde tiempos de Herodoto o de Polibio hasta llegar a
Gibbon o Ranke, y que nos han llegado con fuerza y autoridad inusitada hasta el presente.

Introducción .

La palabra pecado que aquí empleo se la debo al insigne historiador francés,
miembro del Collège de France, Lucien Febvre, quien dice del anacronismo que es el
mayor de los pecados, el más imperdonable. Desde tiempos de mis estudios de pregrado en
la ya bicentenaria Universidad de Los Andes y su Escuela de Historia, me había llamado la
atención este pecado, el primero y más dañino que puede cometer el historiador. Pero los
ojos de aquélla Escuela estaban en otros lados, la enseñanza de un marxismo vulgar
asociado al estructuralismo, así como el repliegue de la izquierda insurreccional, y poco se
atendía a la formación de los estudiantes en el oficio del historiador. Casi no se leía a Marc
Bloch, y si ello se hacía, aquél privilegio lo gozábamos solamente los estudiantes de la
especialidad en Historia Universal.

El creador de la concepción de la “historia total”, otro francés, el profesor Pierre
Vilar me motivó con su obra Iniciación al vocabulario del análisis histórico (l980)
magnífico trabajo de precisión y de reflexión sobre lo histórico, donde nos dice: “Siempre
he soñado con un “tratado de historia”. Pues encuentro irritante ver en las estanterías de
nuestra bibliotecas tantos “tratados” de “sociología”, de “economía”, de “politología”, de
“antropología”, pero ninguno de historia, como si el conocimiento histórico, que es
condición de todos los demás, ya que toda sociedad está situada en el tiempo, fuera capaz
de constituirse en ciencia”. En este sentido he creído necesario alertar sobre los errores y las
omisiones más graves y más comunes que se cometen con la historia.

De Marc Bloch, creador de la idea del oficio del historiador, me he nutrido
permanentemente para enseñar e investigar la historia con las aportaciones de todas las
ciencias sociales (y a veces las naturales), el empleo del método comparativo como propuso
con Febvre en la Escuela de los Anales y que se presenta magistralmente en Los reyes
taumaturgos (1924) y La sociedad feudal (1939-1940), pero sobre todo Apología de la


historia o el oficio del historiador (1942), llamada por Georges Duby la “agenda de un
artesano”, un libro escrito bajo la ocupación nazi de Francia, por lo que ha sido llamado “El
manuscrito interrumpido del Marc Bloch,” que trata sobre los motivos por los que se
estudia la historia y sobre el oficio del historiador. Es mi libro de cabecera. Esta obra ha
tenido un éxito notable en el mundo de habla castellana y se ha reeditado unas 19 veces
hasta 1994 desde que el Fondo de Cultura Económica, México, la editó por vez primera en
1952. En 1949 llega un alumno de Bloch a aquél país, Francoise Chevalier, y a sus clases
asiste un perseguido de la dictadura perejimenista en Venezuela, el profesor Federico Brito
Figueroa, quien a su regreso al país funda los estudios de posgrado en historia en la
Universidad Central de Venezuela y que continua en la Universidad Santa María, recinto en
donde conoce al joven profesor Reinaldo Rojas quien le convence a venir a Barquisimeto.
Acá fundan bajo un pomarroso (Mirtácea de la India) la Fundación Buría, y en 1986 editan
por primera vez en el país Apología de la historia o el oficio del historiador.

Y es acá en donde se inserta desde 1989 quien escribe estas líneas en esta fértil
corriente de pensamiento, pues cuando se acercaba el fin del “siglo corto” inicié los
estudios de postgrado en historia bajo la guía y conducción de los doctores Brito Figueroa y
Reinaldo Rojas e introducido en las posibilidades de método y del conocimiento científico
de la Escuela de los Anales. En esta comunidad discursiva con sede en Barquisimeto y en
torno fundamentalmente a las Líneas de investigación: “Historia social e institucional de la
educación en la Región Centro Occidental de Venezuela”, y la de “Redes sociales, cultura y
mentalidad religiosa”, hemos tenido las más hermosas y edificantes satisfacciones
intelectuales y personales de nuestra existencia.

Tiene, pues, el lector entre sus manos las meditaciones de un docente y de un
investigador ya curtido en la ciencia de Clío y que, cual sentencia sacada de las Escrituras
sagradas, se atreve a dejar entre sus manos estos Siete pecados capitales del
historiador.¿Que se puede abultar esta ominosa cantidad? Sí, es posible y además
necesario, porque recordemos con el hispanista francés, el maestro Pierre Vilar que la
historia es una ciencia que está en permanente construcción. Que la historia-agrega Vilar-
es el único instrumento que puede abrir las puertas a un conocimiento del mundo de una
manera si no “científica” por lo menos “razonada”. La historia-ciencia todavía se está
construyendo, los pecados serían, pues, la anticiencia o la pseudociencia.


Primer pecado: Anacronismo.

Que no es otra cosa que ver el pasado con ojos del presente. El historiador francés
Lucien Fevbre nos dio un magnífico ejemplo para comprender este primer pecado:
“Anacronismo es darle un paraguas a un Diógenes y una metralleta a Marte. O, si se
prefiere, es introducir a Offenbach (compositor francés de operetas) y su Belle Hélêne en la
historia de las ideas religiosas o filosóficas, donde quizá no tuviera nada que hacer…”. El
paraguas, un invento que como sabemos se produjo muchos siglos después y que tanta
significación le da al recoleto siglo XIX. Cosa semejante sucedió a quien escribe estas
líneas. Una vez inauguraron en Carora, Venezuela, un hotel con el nombre de “El
Conquistador” y alguien realizó un mural con varios de estos personajes a la orilla de una
playa. Uno de los conquistadores otea el horizonte con un telescopio, instrumento que,
como sabemos, se debe al genio de Galileo Galilei, físico y astrónomo del siglo XVII. ¿Que
un siglo es una diferencia muy pequeña? Quizás, pero que Galileo lo haya construido en
1609 y los conquistadores españoles usado en, digamos, 1569, es poco menos que un
verdadero disparate colocar en uso ese instrumento óptico ¡50 años antes de su invención!.
Un historiador caroreño, el doctor Ambrosio Perera sostiene que el repoblador de la ciudad
en 1572, Juan de Salamanca era muy católico, como distinguiendo su particular condición
de creyente, cuando en realidad todos los hombres y mujeres del siglo XVI eran fervientes
católicos. No podía ser de otra manera en “el siglo que quiere creer”, según la expresión de
Lucien Febvre. Anacronismo es también llamar a los conquistadores del siglo XVI
europeos, pues Europa todavía no existía como entidad política; Europa es, según Eric
Hobsbawm, una invención posterior, el siglo XVII. Este historiador británico marxista
propone dar el nombre de cristianos a los “europeos” del siglo XVI.

Pero es Febvre quien nos ilustra mejor este primer pecado de los historiadores
cuando afirma que en el siglo XVI no podía haber ateísmo porque tal condición del espíritu
humano se la debemos a la Ilustración, al positivismo ( y al marxismo), sistemas de
pensamiento que son posteriores al siglo XVI. Es que en tal siglo no existían las palabras
adecuadas para expresar la incredulidad. Este gran historiador de lo cultural y de la
psicología colectiva, lo expresa en su magnífica obra El problema de la incredulidad en
el siglo XVI. La religión de Rabelais, (1942): “Comenzaremos planteándonos algunas
cuestiones de medios, condiciones y posibilidades. Para llegar a lo esencial formularemos
un problema en apariencia simple, pero cuyos datos no ha podido reunir nadie para el siglo

XVI: se trata del problema del saber qué clarividencia, qué penetración y qué eficacia (a
nuestro juicio, naturalmente) podía tener el pensamiento de unos hombres, de unos
franceses que, para especular, no disponían todavía en su lenguaje ninguna de esas palabras
tan frecuentes hoy en nuestras plumas desde que comenzamos a filosofar y cuya ausencia
no es sólo un inconveniente, sino también una deficiencia o una laguna de su pensamiento.”
Y a continuación el historiador de la sensibilidad del siglo XVI nos da una lista de las
palabras (utillaje mental) que faltaban:
“Ni absoluto, ni relativo, ni concreto ni confuso ni complejo, ni adecuado; ni
virtual, que es de los alrededores de 1600, ni indisoluble, intencional, intrínseco, inherente,


oculto, primitivo, sensitivo, todas ellas del siglo XVIII; ni transcendental, que adornará
hacia 1698 (...) ninguna de estas palabras que he tomado al azar (…) pertenecen al
vocabulario de los hombres del siglo XVI (…) Y sólo hemos hablado de adjetivos. Pero ¿y
los sustantivos? Ni causalidad, ni regularidad, ni concepto, ni criterio, ni condición,
tampoco análisis, ni síntesis (…) ni deducción ( que no nacerá hasta el siglo XIX); ni
intuición, que aparecerá en Descartes y Leibniz; ni coordinación ni clasificación (palabra
de 1787). Agrega este historiador de las creencias y de la religión que tampoco existía la
palabra sistema, palabra que interesaron a los racionalistas. El Racionalismo no se
bautizará como tal hasta el siglo XIX. O el Deísmo, que no iniciará su camino hasta
Bousset (siglo XVIII). O el Teísmo, que tomará prestado el siglo XVIII a los ingleses…El
Panteísmo habrá que buscarlo, en la Regencia, en Toland (1670-1722). El Materialismo
esperará a Voltaire (1734).El Naturalismo aparece en 1752. El Fatalismo se encuentra La
Mettrie (siglo XVIII), el Determinismo llegará muy tarde con Kant. El Optimismo, con
Trévoux, en 1762, y el Pesimismo también: pero los pesimistas aparecerán hasta 1835. el
Escepticismo(con Diderot). El Fideísmo surgirá en 1838. Y muchos más. Estoicismo (La
Bruyère), quietismo, puritanismo,etc. Ninguna de esas palabras estuvo, desde luego, a
disposición de los franceses de 1520 a 1550 a la hora de pensar y traducir sus pensamientos
al francés. Menciona Febvre otro grupo de palabras (utillaje mental) que no era del siglo

XVI: conformista, libertino, Espíritu fuerte, Librepensador, Tolerancia, tolerantismo,
intolerancia, Irreligioso, Controversia. Tampoco tenían palabras para designar
observatorio, telescopio, lupa, lente, microscopio, barómetro, termómetro, motor, ni órbita,
elipse, parábola, revolución, rotación, constelación o nebulosa. Ahora podremos entender
la razón por la cual el autor de Lutero. Un destino escribió con una rotundidad notable:
“el mayor de los pecados, el más imperdonable: el anacronismo.”
Segundo pecado: Creerse historiador sin serlo.

Decía Lucien Febvre, fundador de la Escuela de Los Anales con Marc Bloch en
1929, y quien se especializó en la historia cultural del siglo XVI, que: “el historiador no es
el que sabe. Es el que investiga”. Hay personas muy memoriosas que se saben y conocen
de cabo a rabo el Diccionario de historia de Venezuela de la Fundación Polar, y esa
circunstancia los hace aparecer como historiadores. Estas bienintecionadas personas, si bien
pueden impresionar a los incautos, no saben o no comprenden que el historiador se fragua
en su taller o en su banco de artesano, expresión que muy adecuadamente empleó Marc
Bloch. Los docentes de aula pasan por ser historiadores sin serlo, pero lo que es más grave
es que leen textos escolares y muy pocas veces a los verdaderos historiadores en sus obras y
no refritos o pastillitas de los textos o de internet. El libro de texto le ha hecho mucho
daño a la enseñanza de la ciencia de la historia en nuestras escuelas, liceos y universidades.
“Es la preponderancia del triste manual en nuestra producción de lectura corriente, en que
la obsesión de una enseñanza mal concebida sustituye a la verdadera síntesis”, ha escrito
Bloch. El historiador no se hace sólo en las bibliotecas, sino también en los archivos. En
sus viajes, en sus vivencias y en su edad. El búho de Minerva (la sabiduría) emprende su
vuelo al atardecer (de la vida). Así lo comprendió nada más y nada menos que Emmanuel
Kant, filósofo cumbre de la Ilustración


Marc Bloch decía en 1942, al final de su vida: “Porque hay una precaución que los
detractores corrientes de la historia (Paul Válery decía que la historia es “el producto más
peligroso elaborado por la química del intelecto”) no han tomado en cuenta. Su palabra no
carece ni de elocuencia ni de esprit. Pero, por lo general, han olvidado informarse con
exactitud de lo que hablan. La imagen que tienen de nuestros estudios no parece haber
surgido del taller. Huele más a oratoria académica que a gabinete de trabajo”. Es que la
labor del historiador está cargada de “humildes detalles en sus técnicas, pero la historia no
es lo mismo que la relojería o la ebanistería”, nos advierte Bloch, quien agrega: “Es un
esfuerzo por conocer mejor; por lo tanto una cosa en movimiento. Limitarse a describir tal
como se hace será siempre traicionarla un poco. Es mucho más importante decir cómo
espera lograr hacerse progresivamente.”

Los aficionados a la historia, que son legión, creen, como los positivistas del siglo
antepasado, que la historia se remite a establecer cadenas explicativas de causas y efectos,
que las hipótesis surgen automáticamente del estudio de los “hechos”, dan por sentado que
la erudición científica puede determinar el texto, y que la sujeción de los documentos
determinan la verdad definitiva de la historia. Una disciplina que, como se ve, estaba
deliberadamente atrasada, dice Eric Hobswawm, quien agrega: “Sus aportaciones a la
comprensión de la sociedad humana, pasada y presente, eran insignificantes y
accidentales”. Pero es notable que en nuestro país ni siquiera se llegaron a aplicar tales
metodologías sino en el siglo XX, pues la historia romántica, como la cultivó y escribió
Eduardo Blanco en Venezuela heroica (1881), símbolo literario del culto a la Patria, ha
tenido una enorme difusión y ha despertado un entusiasmo colectivo hasta los días que
corren. En el primer tercio del siglo XX arremetió el historiador positivista Laureano
Vallenilla Lanz (1870-1936) contra lo que llamó los viejos conceptos, que no eran otros
que los del romanticismo literario, divorciado, a su entender, de la metodología de la
ciencia natural. En Disgregación e integración (1930) sostiene que hay dos constituciones,
una de papel, y otra, la real y efectiva del pueblo venezolano, y hace un alegato notable por
la construcción de una historia científica en el país bajo el paradigma positivo establecido
por Ernest Renan, Hippolyte Taine, Charles Seignobos, Gustave Le Bon, Charles Langlois,
pues asistió en París en calidad de oyente a la Universidad de la Sorbona y al Collège de
France.

Como habrá notado el lector, no conoció Vallenilla Lanz la fisura enorme que se
produjo en el positivismo y la enorme revolución conceptual que se produjo en el hacer
histórico cuando en 1900 el filósofo Henri Berr (1863-1954) propuso la ampliación del
objeto de la historia a la sociedad, a la economía y la cultura. Advirtió que los historiadores
no reflexionan sobre los fundamentos profundos de su trabajo…problema que, según
Aróstegui, aun sigue de pie. “Al historiador -agrega-no se le atribuyó nunca la necesidad
de una formación filosófica, un conocimiento conveniente de otras disciplinas cercanas, ni
una formación científica específica. El oficio se dirigió siempre hacia la mejora del
tratamiento de los documentos”. En España esa formación es absolutamente insuficiente,
además de inadecuada y, desde luego, culposa por parte de quienes diseñan y toleran los
planes de estudios existentes, nos dice este autor. Henri Berr es de tal manera una especie
de puente entre la historiografía metódico crítica del siglo XIX y la Escuela de los Anales
que será fundada en la Universidad de Estrasburgo, Francia, por Marc Bloch y Lucien


Febvre en 1929, constituyéndose desde entonces en el tercer hito de la historiografía, luego
del positivismo y el marxismo.

Debe entenderse, en consecuencia, que el verdadero historiador debe ser un
geógrafo, jurista, sociólogo, psicólogo, lingüista, semiólogo, que no debe cerrar los ojos
ante el gran movimiento que transforma las ciencias del universo físico, como decía
Febvre, tales como la relatividad, la mecánica cuántica, la ciencia del caos, las teorías de la
complejidad, la cibernética, la teoría de las catástrofes, la clonación, la telemedicina, las
células madres, los fractales, la resonancia mórfica, la teoría de los psitrones, la lógica
borrosa, la gestalt, la flecha del tiempo, la teoría general de sistemas, el principio de
complementaridad, las supercuerdas, etc, etc.

Tercer pecado: Vacilar entre la ciencia y el relato.

Conozco historiadores formados en Europa y con títulos doctorales que siguen
pensando que nuestra disciplina no es ciencia, creación esta última del espíritu humano
demasiado prominente y por tanto una condición a la que no tiene acceso la humilde
disciplina de la historia, sostienen. Pobre de Leopold Von Ranke quien ocupó buena parte
de su larga existencia a construirla, y que a más de 150 años aún se ignoran sus esfuerzos.
Pero la cosa no es tan simple y por ello se presta a equívocos. Lucien Febvre (1878-1956),
por ejemplo, nos dice que “la historia es un estudio elaborado científicamente, y no como
ciencia.” Quiso decir que la historiografía no sería una ciencia pero sí un estudio
científicamente elaborado. “El trabajo del historiador, sostiene Julio Aróstegui, es un
conjunto de actividades no arbitrarias, ni meramente empíricas, subjetivas y ficcionales. Es
una actividad tendente a establecer conjeturas sujetas a unas reglas o principios
reguladores, es decir a un método. Ello se debe a que la historia requiere el rigor
metodológico de los procedimientos de la ciencia. El historiador además trata de buscar
para los procesos históricos explicaciones demostrables, intersujetivas, contextualizables,
como los de la ciencia. Sus resultados ni son teorías de valor universal ni puedan establecer
predicciones. Existen aproximaciones científicas que concluyen no en leyes o teorías sino
en el descubrimiento de tendencias probabilísticas.” Es una ciencia, pero de otra manera,
tal como lo propuso en la Universidad de Berlín desde 1810 Ranke y que se expresa en su
Historia de los pueblos románicos y germánicos, (1824), primera obra de la
historiografía escrita con criterio científico en el tratamiento de los documentos.

Como disciplina científica, la historia tenía desde un principio, mucho en común
con otras ciencias, también con las ciencias naturales, tal como venían surgiendo desde el
siglo XVII, siglo de las grandes revoluciones científicas modernas con Galileo, Newton,
Kepler, Boyle-Mariotte, si bien los historiadores no han dejado nunca de subrayar la
diferencia que separa su ciencia de las ciencias naturales Sin embargo Ranke pensaba que
la historia no dejaba de ser también un arte y no nos sorprenda que el historiador alemán
Teodor Mommsem se haya hecho merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1902. Soy
del criterio de que la ciencia histórica tiene sus inicios cuando el monje Mabillón, armado


de la duda cartesiana, publicó en 1681 De re diplomática, verdadero inicio de la crítica
del documento en los tiempos modernos. Marc bloch nos dice que: “Aquel año-1681, el año
de la publicación de De re diplomática, en verdad gran fecha en la historia del espíritu
humano-, fue definitivamente fundada la crítica de los documentos de archivo”.

Y fue a fines del siglo XIX y comienzos del XX cuando Dilthey propuso un nuevo
tipo de ciencias, las que llamó ciencias del espíritu, distintas en objetos y métodos a las
ciencias naturales, éstas últimas hoy llamadas ciencias duras. Es por ello que el germano-
norteamericano Georg Iggers dice que la historia “se constituyó en el siglo XIX en
“disciplina” y empezó a llamarse “ciencia histórica”, diferenciándose del concepto más
antiguo de “historiografía”. Es cierto que la historia, por una parte, se distanciaba del
objetivo cognitivo de otras ciencias, esto es, el de formular regularidades -o al menos
modelos de explicación concluyentes- y subrayaba los elementos de lo singular y de lo
espontáneo, los cuales exigían a la historia, como ciencia cultural, una lógica especial de
investigación, encaminada a entender las intenciones y los valores humanos. Se trata de
Geisteswissenchaften: ciencias culturales o ciencias humanas, que sugieren que es posible
el conocimiento intuitivo. La autodefinición de la historia como disciplina científica, agrega
Iggers, significaba para el trabajo profesional del historiador una rigurosa separación entre
el discurso científico y el literario, entre los historiadores profesionales y los aficionados”.

La historia ha debido enfrentar desde siempre una competencia que no es desleal,
ni mucho menos: el de la literatura. La materia plástica de la literatura, nos dice Johan
Huizinga, ha sido y es en todos los tiempos un mundo de formas que es, el fondo, un
mundo histórico. Lo que ocurre es que la literatura puede manejar esa materia sin someterse
a los postulados de la ciencia”, Vale decir, la odiosa cita a pie de página. En Venezuela
tenemos a un célebre escritor de ficción y de historia enemigo declarado de las citas a pie
de página: don Mariano Picón Salas, a las cuales calificó de “ídolo universitario”. Y
Guillermo Morón, primer venezolano en conseguir hacerse Doctor en Historia
(Madrid,1954) y ahora reconocido autor de ficciones dice: La literatura es todo, solamente
que yo diferencio la literatura historiográfica, donde se amarra la imaginación y hay que
atenerse a los documentos y al estudio profundo de la Historia sin mucha imaginación (…)
en cambio en la literatura de ficción, el cuento, la novela, la fábula, ahí hay que soltar la
imaginación (…) en todo caso la literatura necesita soltar la imaginación (…) Acá
disentimos del autor de El gallo de las espuelas de oro, pues afirmo que la historia
científica también requiere de mucha imaginación, como todas las ciencias. La Física
cuántica, por ejemplo, es un alarde de imaginación.

Cuarto pecado: Determinismo.

Fueron los positivistas los que empeñados en trasladar las leyes de la naturaleza a
la sociedad los que crearon los determinismos de clima y raza. La montaña es más religiosa
que la tierra llana, sostenían. Quien escribe estas líneas ha descubierto que una ciudad
“llanera” y del semiárido venezolano, como Carora, es y fue tanto o más religiosa que
Mérida o La Grita, localidades de los Andes de temperamento suave o templado conocidas


por su acendrado catolicismo. No menos grave es el determinismo económico en el que
militan los malos marxistas. Sostienen que la religión, el arte y los modos de pensar son
meros “reflejos” de la base económica. Carlos Marx no dijo nunca tal cosa, más bien lo
que hizo fue incorporar lo económico a la explicación de los hechos y fenómenos
históricos, pues el positivismo de la época se empeñaba y centraba su atención en los
grandes jefes de estado y en las batallas y los acuerdos internacionales e ignoraba
olímpicamente la economía. Lo económico explica muchas cosas, esto es cierto. Pero no
todas. Edward Palmer Thompson escribió con genialidad que: “Pero la entera sociedad
abarca muchas actividades y relaciones (de poder, de consciencia, sexuales, culturales,
normativas) que no son el objeto propio de la economía política, que han sido definidas
fuera de la economía política y para los cuales esta disciplina no tiene términos con qué
designarlas”. Se trata, pues, de una especie de “dualismo académico” que se expresa en y
con la distinción entre base y superestructura ideológica.

Eric Hobsbawm dice que la Escuela de los Annales no necesitó que Marx le llamara
la atención sobre las dimensiones económicas y sociales de la historia. Que hay países en
Asia o en América Latina en los cuales la transformación, cuando no la creación de la
historiografía moderna casi puede identificarse con la penetración del marxismo. De la
influencia marxista, dice, se ha identificado con unas cuantas ideas relativamente sencillas,
aunque dotadas de gran fuerza, pero que en absoluto son necesariamente marxistas, que no
son representativas del pensamiento maduro de Marx. Llamaremos a este tipo de influencia
“marxista vulgar” y el problema consiste en separar los componentes marxista vulgar y
marxista en el análisis histórico. El marxismo vulgar según este historiador marxista
británico, comprendía principalmente los siguientes elementos:

1º La “interpretación económica de la historia”, esto es, la creencia de que “el factor
económico es el factor fundamental del cual dependen los demás”; y, de modo más
específico, del cual dependían fenómenos que hasta ahora no se consideraban muy
relacionados con asuntos económicos.

2º El modelo “base y superestructura” (que se usa de la forma más generalizada
para explicar la historia de las ideas). A pesar de las propias advertencias de Marx y Engels,
este modelo solía interpretarse como una simple relación de dominio y dependencia entre la
“base económica” y la “superestructura”, medida a lo sumo por

3º “El interés de clase y la lucha de clases”. Uno tiene la impresión de que varios
historiadores marxistas vulgares no leyeron mucho más allá de la primera página del
Manifiesto comunista, y la frase la historia (escrita) de todas las sociedades que han
existido hasta ahora es la historia de las luchas de clases”.

4º “Las leyes históricas y la inevitabilidad histórica”, de la cual se excluía lo
contingente, en todo caso en el nivel de la generalización sobre los movimientos a largo
plazo. De ahí la constante preocupación de los primeros escritores sobre historia marxista
por problemas como el papel del individuo o de la casualidad en la historia. (debemos
aclarar que este autor identifica otros tres elementos “marxistas vulgares”)


Quien escribe estas líneas se dio cuenta que la endogamia es un fenómeno que
participa en el resguardo y evita la dispersión de las fortunas y los linajes, pero que quien la
logra establecer es la Iglesia católica a través de las dispensas matrimoniales. Las creencias
religiosas regulan la vida de la sociedad, la moral, la alimentación, el sexo y en el caso que
nos ocupa, la propiedad de la tierra en Carora del siglo XVIII. Esto se debe a que los
malos marxistas son incapaces o no se atreven a leer a Max Weber o al historiador
marxista de las mentalidades Michel Vovelle. Los determinismos en historia devienen
también de los determinismos de la lectura. Cierta vez una participante de postgrado en
historia me espetó duramente porque sugerí emplear las categorías de análisis del
funcionalismo norteamericano, tales como las llamadas Redes sociales. No comprendía
aquella dama que la sociedad tiene sus mecanismos para permanecer estable y que el
cambio revolucionario es atenuado o postergado por estos mecanismos. De otra forma no se
podría entender la extremada estabilidad del régimen colonial en la América hispana que
se extendió por 300 años. Nueva España, dice el mexicano Octavio Paz, era una sociedad
para durar, no para cambiar. En estas sociedades existieron unas verdaderas redes de
sociabilidad como las cofradías que satisfacían las necesidades mundanas y extramundanas
de los creyentes a ellas afiliados.

Quinto pecado: Provincianismo.

Es el pecado de suponer que nuestra localidad de nacimiento o de residencia y que
nuestra propia formación académica son el centro o el ombligo del mundo, que fuera de
ellas nada vale la pena o puede despertar nuestro interés. No entienden estos pecadores que
nuestra religión católica es un credo universal o Katolicus, y que nuestra lengua la hablan
más de 400 millones de personas en nada más y nada menos que 23 países. Hace unos años
quien escribe estas reflexiones investigó los inicios de un colegio particular de enseñanza
secundaria en Carora del siglo XIX. En ese humilde y “provinciano” instituto llamado La
Esperanza, el plan de estudios contemplaba la enseñanza de lenguas universales: el latín
como una lengua sagrada, lengua que fue universal hasta el siglo XVII , vínculo en la
actualidad entre los 1.200 millones de personas que profesan esta fe milenaria en Cristo,
aunque no lo hablen, como sostiene Benedict Andersen. La otra lengua que se enseñaba en
aquél colegio decimonónico no es menos universal que la del Lacio, nos referimos al
griego, vehículo en el cual se construyó la civilización occidental. Palabras tan actuales
como cibernética y clonación derivan de la lengua de Aristófanes. ¿Y qué decir de la
Física? El bueno del doctor en medicina, egresado de la Universidad Central de Venezuela
en 1891, Lucio Antonio Zubillaga, vicerrector del colegio arrastraba como el resto de la
comunidad científica del orbe, la creencia en la ya insostenible existencia del éter que
rodeaba todos los fenómenos y que dio lugar a la llamada Física del éter, hoy parte del
museo del pensamiento, como el positivismo.

Provincianismo es también cerrarse a la lingüística, pues muchos cultores de Clío
desconocen el celebérrimo y controversial “giro lingüístico” que se ha producido en la
comprensión de la historia desde que Lawrence Stone lo propuso en 1979 en la revista


británica Past and Present; cerrarse a la semiología , a la paleontología o a la física
cuántica. Creo que desde que el físico alemán Heinsenberg creó el principio de
incertidumbre hace ya exactamente 80 años, la ciencia de la historia ya no es ni podrá ser la
misma. Y lo mismo podemos decir de la Teoría de la Relatividad de Einstein que después
de 1905 acabó con la idea del tiempo en que navegaban Kant, Comte, Spencer y el
mismísimo Carlos Marx. En todo caso estamos encaminados hacia la teoría de la
complejidad, propuesta entre otros por Ilya Prigogine, premio Nobel de química en 1977,
quien propone que el conocimiento humano se dirige a una gran síntesis de las ciencias
naturales y la humanas. Una Nueva Alianza entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias
del espíritu. La complejidad pide una nueva integración entre cultura científica y cultura
humanística. Dice Edgar Morin que esta dicotomía “cartesiana” puede y debe morir. Ya lo
advertía don Miguel de Unamuno a fines del siglo XIX y comienzos del XX: “Una de las
disociaciones más hondas y fatales es la que aquí (en España) existe entre la ciencia y el
arte y los que respectivamente los cultivan. Carecen de arte, de amenidad y de gracia los
hombres de ciencia, solemnes, lateros, graves como un corcho y tomándolo todo en grave,
y los literatos viven ayunos de cultura científica seria, cuando no desembuchan, y es lo
peor, montón de conceptos de ciencia mal digerida”. Ciencia mal digerida o pseudociencia
como la ha llamado Carl Sagan, que en la actualidad goza de un enorme prestigio. “El
escepticismo no vende”, concluye el astrónomo y divulgador de la ciencia norteamericano.

Provincianismo es también la tendencia muy del mundo hispánico a laborar
individualmente. Le tememos a las comunidades de discurso. Pascual Mora, docente de la
Universidad de Los Andes, Venezuela, estudioso investigador de la historia de la educación
dice que se ha hecho demasiada historia de la educación y de la pedagogía en el país bajo
este pernicioso criterio. “La insociabilidad es uno de nuestros rasgos característicos. Apena
el ánimo la contemplación de los estragos de nuestra insociabilidad, de nuestro salvajismo
enmascarado”, escribe Unamuno. Y agrega el autor de La agonía del cristianismo:
“Asombra a los que vivimos sumergidos en este pantano el remolino de escuelas, sectas y
de agrupaciones que se hacen y deshacen en otros países, en donde pululan conventículos,
grupos, revistas, y donde entre fárrago de excentricidades , borbota una vida potente. Aquí
las gentes no se asocian sino oficialmente, para dar dictámenes o informes, publicar latas y
cobrar dietas”. Tal es así que ha producido asombro que en Barquisimeto, caso notable por
su singularidad, se ha conformado una comunidad de discurso en la investigación sobre la
historia de la educación y de la pedagogía, en la que un grupo de investigadores comparten
unos criterios teóricos y metodológicos, que no son otros que los de la Escuela de los
Anales. Bajo tales premisas, Historia social e institucional de la educación en la Región
Centro Occidental de Venezuela, y bajo el liderazgo de los doctores Federico Brito
Figueroa (+ 2000) y Reinaldo Rojas han sido presentadas, defendidas y aprobadas más de
medio centenar de tesis de maestría y unas cinco de doctorado desde que se inició el
programa en 1992 en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador- Instituto
Pedagógico Barquisimeto “Dr. Luis Beltrán Prieto Figueroa”. Esta extraordinaria
experiencia en el interior de Venezuela no ha estado libre de riesgos y acechanzas: la
dispersión, la reiteración de enfoques y temas, la incomprensión y hasta la envidia, la
pasión que corroe los pueblos hispánicos, se ha hecho presente.


Sexto pecado: Teoricismo y empirismo (documentalismo).

Muchos historiadores creen que la teoría por sí misma lo explica todo. Pobre de
los hechos empíricos que no cuadren con la teoría: los desechan o los modifican para que
cuadren con la teoría. Creo que allí se esconde una curiosa forma de pereza mental y pereza
de trasero. Esos teóricos no entienden que el oficio del historiador es una disciplina más o
menos empírica, y no exactamente filosófica especulativa, que requiere de largas y
fatigosas jornadas en los archivos. Conozco una chica participante en una maestría en
historia que sostenía que había un antagonismo social acusado entre el club de los oligarcas
y el club de las clases populares en Carora. La investigación mostró (no demostró) que
algunos oligarcas actuaron como personajes de relieve y promovieron la fundación del club
popular llamado Centro Lara. Y que fue un oligarca “renegado” que movió la idea de
crearlo en 1938 para la sociabilidad de las clases medias emergentes y el populacho. Me
refiero a don Cecilio Zubillaga Perera, un auténtico intermediario cultural en la expresión
de Michel Vovelle.

Pero en todo caso es preferible el teoricismo al simple empirismo, como ha dicho el
creador de la “historia total”, el profesor Pierre Vilar (1906-2003). Los perceptores sin
conceptos, como vino a decir Kant, están ciegos. Dejemos que sea el propio autor de
Cataluña en la España moderna (1962) quien lo diga: “no me gusta, tampoco, lo que yo
llamaría el “vértigo teórico”, las largas páginas únicamente dedicadas a consideraciones
abstractas o verbales, o a justificaciones por los textos, no por los hechos. A pesar de que
sigo fiel a lo que dije hace ya tiempo frente a los investigadores empíricos y positivistas: el
exceso de inquietud teórica es de todos modos preferible la ausencia de inquietud”. Sé de
personas que en el afán de lo empírico han retrocedido a los paradigmas investigativos
superados del positivismo decimonónico y siguen creyendo que el conocimiento histórico
está indefectiblemente en el documento escrito, pues sólo éste tipo de fuentes conocen.
Hemos conocido de participantes de maestrías en historia que ha habido que ir a
“rescatarlos” a los archivos y repositorios, pues prácticamente se han enterrado en ellos sin
remedio. Andan, pues, buscando el último documento. Pero es absolutamente necesario
recordar que toda ciencia -y la historia lo es- trabaja con conceptos y categorías. Reinaldo
Rojas ganó en México en 1995 un premio de continental de historia colonial adornado con
el nombre de don Silvio Zavala con una obra titulada Historia social de la Región
Barquisimeto en el tiempo histórico colonial, 1525-1810(1995). Nos dice Rojas que
ninguno de los componentes del jurado calificador ha estado jamás en Venezuela y que, en
todo caso tal jurado premió el esfuerzo teórico y de síntesis allí contenido. Los
historiadores Cardoso y Pérez Brignoli nos han advertido que en América Latina, sin
embargo, la teoría brilla por su ausencia. Es una rara avis.

Obras de gran aliento histórico y antropológico y de cobertura continental como
Casa-grande y senzala, (1933) del brasileño Gilberto Freire carece por completo de
conceptos. Darcy Ribeiro sostiene que ello se debe al temor de pasar por marxista, pues
este autor cursó estudios con el antropólogo hebreo Franz Boas en los EEUU en la década
de los 20 del siglo pasado. A pesar de ser esa obra una descripción sistemática, criteriosa,
exhaustiva, cuidadosísima de los modelos culturales, pero desinteresada respecto a


cualquier generalización teórica Gilberto Freyre escribe: “Por poco inclinados que estemos
al materialismo histórico, en tantas cosas exagerado en sus generalizaciones ,
principalmente en obras de sectarios y fanáticos, hemos de admitir la influencia
considerable, aunque no siempre preponderante, de la técnica de la producción económica
sobre la estructura de las sociedades en la caracterización de su fisonomía moral. Es una
influencia sujeta a al reacción de otras, y sin embargo, poderosa como ninguna en la
capacidad de aristocratizar o democratizar a las sociedades, de desarrollar tendencias hacia
la poligamia o la monogamia. A mucho de lo que se supone el resultado de rasgos o taras
hereditarias preponderando sobre otras influencias, en los estudios aún fluctuantes de
eugenia y de cacogenia, se le debe más bien asociar a la persistencia, al través de
generaciones, de condiciones económicas y sociales favorables o desfavorables al
desarrollo humano”. Dice el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro que no sería justo olvidar
que ninguna de las obras clásicas de las ciencias sociales es explicable por sus virtudes
metodológicas. Al contrario. Todo lo que se produjo con extremado rigor metodológico,
haciendo corresponder cada afirmación con la base empírica en la cual se asienta, y
calculando y comprobando estadísticamente todo, resulta mediocre y de breve duración. El
hombre de ciencia, sólo necesita aprender métodos y estudiar metodologías para olvidarlos
después. Olvidarlos tanto en la operación de observación como en esa misteriosa e
inexplicable operación de inducción de las conclusiones. Olvidarlas, sobre todo, en la
construcción artística de la obra en que deberá comunicar a sus lectores, tan
persuasivamente como sea posible, lo que él sabe.”

La mayoría de los estudios de cuarto y quinto nivel en historia en Venezuela
muestran una tendencia marcada al teoricismo. Los cuatro o seis semestres se agotan en
discusiones meramente teóricas, dejando de lado el problema concreto, real e inquietante
del archivo. Esta experiencia tan rica en sus particularismos (La lógica informal de la vida)
se deja para el final de la escolaridad, y es allí cuando el participante se encuentra como
inerme e impotente ante el fárrago de información contenido en cualquier repositorio. Una
sentencia del maestro Bloch como la que dice: “nadie sabe lo que encuentra si no sabe lo
que busca” le evitaría el famoso síndrome TMT (todos menos tesis). TMT que ha frustrado
a más de un participante que por lo general es buen lector, que ha cultivado una buena
cultura y posee una oratoria impresionante, pero que se desinfla con la paleografía o con la
cartografía geohistórica. Leer y transcribir un documento del siglo del siglo XVII o
construir una carta temática de los flujos de una firma comercial del siglo XIX, por
ejemplo, los desanima de tal manera que terminan quedándose con la sola aprobación de la
escolaridad y dejando la posibilidad de la Tesis de Grado para un futuro remotísimo. Y eso
que no nos hemos referido a la Estadística , ni a los problemas que casi siempre se
presentan en la relación tutor-participante. Lo que quiere decir que el oficio de Clío es una
curiosa ciencia que mezcla la empíria y la teoría de manera muy específica y particular. El
Franco-Condado (1912) de Febvre es un modelo de un cuidadoso examen empírico, allí
como en su obra posterior nos enseña que un montón de piezas de archivo no da respuesta
al historiador si éste sabe interrogarlo.


Séptimo pecado: Acriticismo.

Que quiere decir que hay investigadores que creen a ciegas en todo lo que leen u
oyen. Dice Bloch en su Apología de la historia o el oficio del historiador: “El verdadero
progreso surgió el día en que la duda se hizo “examinadora”; cuando las reglas objetivas,
para decirlo en otros términos, elaboraron poco a poco la manera de escoger entre la
mentira y la verdad”. El ya mencionado Diccionario de historia de Venezuela sostiene
que los restos mortales del prócer de la independencia suramericana , General de División
Pedro León Torres se encuentran en el Panteón Nacional desde 1896, cuando quien escribe
prepara un viaje a Yacuanker, Colombia, a repatriarlos en breve a Venezuela. Y se supone
que este útil Diccionario está hecho por especialistas investigadores. En otro caso
conseguí en el Archivo de la Diócesis de Carora un “Acta de la fundación de la Cofradía
del Santísimo Sacramento”, fechada en 1585. Una mano piadosa, sin embargo, cambió el
nombre del documento con fines didácticos, acaso, el cual se llamaba desde el siglo XVI:
“Constituciones y ordenanzas de la cofradía del Santísimo Sacramento”. Y el error
prosperó y se propaló de tal forma desde 1924, fecha en que se produjo el cambio tan
importante en la trascripción del documento. El espíritu de la duda cartesiana parece que no
ha llegado hasta nosotros. No en balde ha dicho el Nobel de Literatura Octavio Paz: “ no
tuvimos Ilustración”.

Otros creen a pie juntillas que el iniciador de la historia de las mentalidades en el
país es un prominente miembro de nuestra Academia de la Historia, cuando en realidad ese
caballero sólo es un historiador de las ideas o un historiador de intelecto, concepciones que
parten de la idea de que las personas tienen ideas claras y que son capaces de transmitirlas.
Los textos son una expresión de los autores y como tales deben tomarse en serio. El
concepto de mentallité, en cambio, designa posturas que son mucho más difusas que las
ideas y que, a diferencia de éstas, son propiedad de un grupo colectivo, no el resultado del
pensamiento de determinados individuos. Por ello se le asocia a la historia serial, que
trabaja con largas secuencias de datos (los grandes números) que son procesados
electrónicamente para estudiar procesos como la idea de la muerte contenida en cientos de
testamentos, o el grado del entusiasmo religioso medido por la “entrada” de miles de
creyentes a una hermandad o cofradía en un período de tres y más siglos. “Y (de tal
manera) el historiador fue traído de nuevo a su banco de artesano”, como dice Bloch. “Un
historiador, si emplea un documento, debe indicar, lo más brevemente posible, su
procedencia, es decir, el medio de dar con él, lo que equivale a someterse a una regla
universal de probidad. Nuestra opinión, emponzoñada de dogmas y de mitos- aún la más
amiga de las luces- , ha perdido hasta el gusto de la comprobación”. En la crítica de los
testimonios casi todos los dados tienen trampa, agrega Bloch.Y como refiriéndose a
Venezuela de hoy, víctima de la polarización mediática, dice: “los periódicos no han dado
aún con su Mabillón”.

El método crítico, escribe Bloch fue practicado por eruditos, exegetas, curiosos,
pero no por los escritores de historia. A pesar del enorme avance logrado por la crítica en el
siglo XX nos sorprende que sobre la vida de Bloch y de Febvre esté rodeada de equívocos y
medias verdades. Joseph Fontana, por ejemplo, afirma que los Anales recibió


financiamiento de los EEUU, otros han querido ver en el deseo de Febvre de seguir
publicando la revista de la Escuela bajo la ocupación nazi como signo de su
colaboracionismo. Etienne , hijo de Marc Bloch nos ha aclarado que su padre no fue
fusilado, como solemos repetir, sino que fue simplemente asesinado,ello porque no fue
llevado a juicio como se procede con los que van a ser fusilados. El manuscrito
interrumpido de Marc Bloch, Apología de la historia también ha ocasionado más de un
quebradero de cabeza. En cierta ocasión Febvre dijo que la palabra evolución no aparece
en todo el libro, lo cual no es cierto, como él mismo reconoció luego. En otro momento,
durante la composición tipográfica, o la corrección de pruebas, vuelve a faltar otra hoja, y
Febvre crea otro enlace con las páginas restantes. Massimo Mastrogregori, historiador
italiano, dice que vio por casualidad en las notas blochianas en los Archivos de Francia ,
que en el reverso de las fichas de lectura estaba escrito de manera apretada; y que
acercando uno al otro aquellos fragmentos de hoja se podían obtener, como en un
rompecabezas, páginas enteras. Con sorpresa, dice, que se dio cuenta que se trataba de
apuntes para la Apología de la historia. De modo que la propia vida de Bloch es un
verdadero jeroglífico al cual le han sido seccionadas partes importantes de su estructura: su
niñez, su militancia política, su distanciamiento intelectual de Febvre, el proyecto de este
último de proyectar simultánea y paralelamente a los Anales otra revista, su coqueteo y
posterior abandono del marxismo, su deseo de emigrar a los EEUU y emplearse allí como
maestro, la renuncia a esta idea. ¿Qué es lo verdadero, lo falso y lo verosímil en lo que
acabamos de decir? Use usted, amigo lector, la crítica.


FUENTES CONSULTADAS


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mentalidad religiosa en Carora, siglos XVI a XIX. (2003) Tesis de Grado para optar al
título de Doctor en Historia en la Universidad Santa María. Caracas, Venezuela. P 303 . (En
prensa)

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